MOUSSA AG ASSARID (Touareg, nómada del desierto).

Una buena historia para compartir, en especial para aquellos que nunca tienen suficiente …

Entrevista realizada a:

MOUSSA AG ASSARID (Touareg, nómada del desierto).

No sé mi edad. Nací en el desierto del Sahara, ¡sin papeles!

Nací en un campamento nómada tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy musulmán, sin fanatismo.

– ¡Qué turbante tan hermoso!

– Es una fina tela de algodón. Permite tapar la cara en el desierto cuando se levanta arena, y a la vez seguir viendo y respirando a su través.

– Es de un azul bellísimo.

– A los tuareg nos llamaban los hombres azules por esto: la tela destiñe algo y nuestra piel toma tintes azulados.

– ¿Cómo elaboran ese intenso azul añil?

– Con una planta llamada índigo, mezclada con otros pigmentos naturales. El azul, para los tuareg, es el color del mundo.

– ¿Por qué?

– Es el color dominante: el del cielo, el techo de nuestra casa.

– ¿Quiénes son los tuareg?

– Tuareg significa «abandonados», porque somos un viejo pueblo nómada del desierto, solitario, orgulloso: «Señores del Desierto», nos llaman. Nuestra etnia es la amazigh (bereber), y nuestro alfabeto, el tifinagh.

– ¿Cuántos son?

– Unos tres millones, y la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece… «¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!», denunciaba una vez un sabio. Yo lucho por preservar este pueblo.

– ¿A qué se dedican?

– Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio.

– ¿De verdad tan silencioso es el desierto?

– Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.

– ¿Qué recuerdos de su niñez en el desierto conserva con mayor nitidez?

– Me despierto con el sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros las llevamos a donde hay agua y hierba. Así hizo mi bisabuelo, y mi abuelo, y mi padre. Y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz en él!

– ¿Sí? No parece muy estimulante.

– Mucho. A los siete años ya te dejan alejarte del campamento, para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el sol y las estrellas. Y a dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te llevará a donde hay agua.

– Saber eso es valioso, sin duda.

– Allí todo es simple y profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor!

– Entonces este mundo y aquél son muy diferentes, ¿no?

– Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!

– ¿Qué es lo que más le chocó en su primer viaje a Europa?

– Vi correr a la gente por el aeropuerto. ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena! Me asusté, claro.

– Sólo iban a buscar las maletas, ja, ja.

– Sí, era eso. También vi carteles de chicas desnudas: ¿por qué esa falta de respeto hacia la mujer? me pregunté. Después, en el hotel Ibis, vi el primer grifo de mi vida. Vi correr el agua y sentí ganas de llorar.

– Qué abundancia, qué derroche, ¿no?

– ¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes de adorno aquí y allá, aún sigo sintiendo dentro un dolor tan inmenso…

– ¿Tanto como eso?

– Sí. A principios de los 90 hubo una gran sequía, murieron los animales, caímos enfermos… Yo tendría unos doce años, y mi madre murió… ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo.

– ¿Qué pasó con su familia?

– Convencí a mi padre de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros. Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de comer al pasar ante su casa… Entendí: mi madre estaba ayudándome.

– ¿De dónde salió esa pasión por la escuela?

– De que un par de años antes había pasado por el campamento el rally París-Dakar, y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me habló de aquel libro: El Principito. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo…

– Y lo logró.

– Sí. Y así fue como logré una beca para estudiar en Francia.

– ¡Un tuareg en la universidad!

– Ah, lo que más añoro aquí es la leche de camella y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la arena cálida. Y las estrellas; allí las miramos cada noche, y cada estrella es distinta de otra, como es distinta cada cabra. Aquí, por la noche, miráis la tele.

– Sí. ¿Qué es lo que peor le parece de aquí?

– Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis de por vida a un banco, y hay ansia de poseer, frenesí, prisa. En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!

– Reláteme un momento de felicidad intensa en su lejano desierto.

– Es cada día, dos horas antes de la puesta del sol: baja el calor, y el frío no ha llegado, y hombres y animales regresan lentamente al campamento y sus perfiles se recortan en un cielo rosa, azul, rojo, amarillo, verde…

– Fascinante, desde luego.

– Es un momento mágico. Entramos todos en la tienda y hervimos té. Sentados, en silencio, escuchamos el hervor. La calma nos invade a todos, los latidos del corazón se acompasan al pot-pot del hervor.

– ¡Qué paz!

– Aquí tenéis reloj, allí tenemos tiempo.